martes, 12 de agosto de 2014

Susurro a la brisa nocturna, el nombre de mi pequeña, dormida en su cuna, abstrayéndome de lo importante encuentro lo esencial, reflejado en su carita arrugada, susurro para no interrumpir su sueño.
De su fragilidad surge mi seguridad, y endereza mi destino errante, una vida eterna cabiendo en mis brazos, apenas horas de existencia y atrapó mi ser completándolo de un profundo amor, que perdona todo desorden anterior.
Susurro su nombre, y dos ríos surcan mi alma, preparando la tierra para el vergel anunciado con su aparición, dos ríos que desarman años de argumentación sobre el existir, derrotados por la pequeña mía, que en existencia reduce los mandamientos a un imperativo, amarla por encima de todas las cosas, amar a su madre hasta verla feliz.
Susurro su nombre al cielo para que la reconozca y la acoja. Como sin remedio ordenó mi corazón acogerla, susurro su nombre en él y así sentir plenamente que significa ser hombre, donde se guarda la verdadera hombría, en la delicadeza con la que mis brazos acuna a mi pequeña, obedeciendo el imperativo de amarla, ternura inspirada por su delicadeza.

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