martes, 5 de agosto de 2014

El cielo se queda demasiado lejos, quizá porque desde la infancia, mi condición social hacía que alzase la mirada hacia él, forzando el cuello, tratando de respirar aromas que después descubrí inventados. Quizá porque las manos que tendían en los días de barriadas nunca fueron las de las nubes, ni gurus religiosos, de verbo fácil y olvidado corazón, sino las callosas manos de quienes compartían desilusiones y esperanzas, quizá porque los ilustrados en saberes se olvidaron aprender sabiduría, mancharse en la vida. Seguro que porque siento profundamente mi condición de clase trabajadora, aquella que buscan desterrar del lenguaje creador de realidades. Seguro que por ello mi universo es aquel donde tiemblan las manos, y palpo la vida, mi mundo espiritual es allí donde exista una persona doliente, soñando que existe otro modo de existir, mi dios se refleja en rostro de quien me acompaña.
Así creció el don de ser escucha, de vivir los encuentros con seres vivientes, pues eso es lo que refleja el dolor o sufrimiento insistente, ser testigo de como al final cada uno contiene semillas de vida que regadas adecuadamente estallan impertinentemente. Y del duelo surge fuerzas para dar más abrazos, y del miedo se impulsan para comer el mundo, y del pudor aparece la confianza entre dos desconocidos, de la fuerza se descubre la grandeza de las debilidades, y odio arrasa todo campo infértil, y queman las preguntas sin respuesta que cada mañana, silenciosamente, acompañan a las legañas que limpiamos en el autobús. Y que vivir sin sentido es el inicio de hallar consuelo a la insignificancia sentida.
Porque ahí, esos encuentros he sentido la potencia de la vida, he hallado lo que me transciende como humano, el hilo que me une a la vida, porque ahí aprendí la menudencias que importan, cuando me desmontaron con la pregunta que acompaña permanentemente, ¿quién quiere escucharme?, y que ahora respondería yo, yo quiero escuchar, yo quiero vislumbrar tu visión, que ilustre no tus lecturas, sino tu vida. Igual que aprendí a como el amor se muestra en su simpleza cuando una mujer anciana, calmaba a besos y caricias a su esposo sondado. Ser testigo de los miles de oasis de vida capaces de transformar la desesperanza en una gota de ilusión, eso deseo ser, pues ese es mi lugar, donde lo que diferencia de otras personas, mis dones logran despertarme para bañarme en las cataratas de emociones, en definitiva en la vida.
No sé de dioses ni de diosas, aunque acumule conocimientos de ellos, ni de destinos aunque los razone, ni de paraísos aunque me los invente, ni que coño es la vida, a pesar de intentar destriparla, ni deseo mirar más a una luz que me ciega, porque vibro cuando soy un testigo de pedazos de existencia, cuando alguien sangra su sufrimiento, y comparto el dolor, ahí en la alegría compartida, en la mirada que refleja mi ser, es donde yo vivo, donde mi vida se despierta, reconociendo el dilema de cada paso que damos en esta vida, sabiendo que mi identidad la configura mi biografía.
Y ahí siento la espiritualidad, el misterio de la vida, la trascendencia, como nada es casual, siento como somos capaces de construir la realidad, y que el trabajo es vida, encuentro la chispa que me asemeja a Dios, justo cuando me mancho de vida, de cruda vida, y grito fuertemente que este es mi lugar, que deseo formar parte de la comunidad de personas que nacieron para escuchar y a través de la escucha consolar dolores y desesperanzas.
Yo quiero ser escucha, vivir los encuentros con otras personas, caminando juntos en un espacio de silencios, donde la vida se me despliega con toda su fuerza, donde me siento plenamente vivo, allí donde encuentro mi mundo espiritual. Expuesto únicamente con mis vacías manos, con mi mirada y mis oídos, centrado en quien abre su alma confiando en mi.

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